La
indefensión aprendida es una condición psicológica en la que el sujeto ha aprendido a creer que no tiene
ningún control sobre la situación en la que se encuentra y que cualquier cosa
que haga será inútil. La teoría procede del psicólogo Martin Seligman quién expuso a dos perros, encerrados en sendas
jaulas, a descargas eléctricas ocasionales. Uno de los animales tenía la
posibilidad de accionar una palanca con el hocico para detener esa descarga,
mientras que el otro no tenía medios para hacerlo. El tiempo de descarga era
igual para ambos, ya que la recibían en el mismo momento, y cuando el primer
perro detenía la descarga, el otro dejaba también de recibirla. El efecto
psicológico inducido en ambos animales fue muy diferente: mientras el primero
mostraba un comportamiento y estado de ánimo normal, el segundo permanecía
quieto, gimoteando y asustado. Posteriormente, y al cambiar la condición para
el segundo perro dándole la posibilidad de controlar las descargas, éste ya no
intentaba hacer nada para evitarlas. En otras palabras, había aprendido a
sentirse indefenso y a no luchar contra ello.
Posteriormente,
se comprobaron fenómenos similares en el comportamiento humano, que se
aplicaron sobre todo para explicar el mecanismo de la depresión. La conclusión
es que, de alguna manera, si nos esforzamos una y otra vez para modificar una
circunstancia adversa de nuestras vidas y no lo conseguimos, o bien nos
“machacan” una y otra vez con que no podremos –sea por unas determinadas
características personales o por factores del entorno supuestamente
incontrolables- llegamos a un punto en
que nos resignamos y dejamos de luchar. Y, aún cuando el contexto cambie, hemos perdido la confianza y
tendemos a creer que definitivamente no podemos ni podremos.
Jorge
Bucay lo ilustra con su cuento del
elefante encadenado:
Indefensión
aprendida es, en suma, todas las formas posibles de completar la frase “¿para qué… (si, total, no voy a conseguir
nada)?” que hemos aprendido, a veces, de forma muy directa de educadores o progenitores
con afirmaciones tipo “eres un/a X y nunca conseguirás Y?” o las múltiples
variantes de “las cosas son como son, y (una persona como tú) no va a conseguir
cambiarlas, no seas iluso/a”, o de manera más insidiosa a través de
determinadas actitudes o mensajes menos claros pero igualmente poderosos. Los
medios de comunicación contribuyen también a reforzar esa idea cuando, por
ejemplo, nos bombardean constantemente con el problema de la crisis económica,
presentándola como si fuera algo que únicamente depende de los mercados
financieros y/o de factores incontrolables (y no de la codicia de unos pocos
permitida por gobiernos inoperantes a la hora de establecer normas de
regulación efectivas de estos abusos, y de la pasividad de muchos a la hora de exigir
responsabilidades y proteger derechos a menudo logrados tras décadas de lucha).
O cuando nos habitúan a ver imágenes de guerra, pobreza, terrorismo, machismo,
violación sistemática de los derechos humanos, indefensión en suma sin apenas
el contrapeso de alguna imagen de esperanza o de cambio real, presentándolo más
bien como algo inevitable, fruto de la “fatalidad” del destino parece.
Hay
muchos otros factores internos (y
externos) que nos inmovilizan, que nos impiden tener esperanza, que nos impiden
luchar por nuestros derechos, por nuestras legítimas aspiraciones y sueños como,
por ejemplo, la tendencia a hacer aquello que a corto plazo nos resulta más
cómodo, a evitar aquello que nos resulta doloroso aunque a la larga esa actitud
nos perjudique seriamente. O la “droga
de la felicidad” en el mundo actual: el consumismo. O las drogas reales. De muchas formas nos pueden/ nos podemos
adormecer. Pero de eso hablaremos más extensamente en otra ocasión.
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